En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía Marina, una joven apasionada por las estrellas. Desde niña, pasaba las noches mirando el cielo, tratando de descifrar los secretos que escondían las constelaciones. Su abuelo, un astrónomo retirado, le había dejado un telescopio antiguo y un cuaderno lleno de mapas celestes, donde anotaba todo lo que aprendía.

Una noche, mientras observaba la constelación de Orión, notó algo extraño: una estrella que no debería estar allí. Era pequeña, pero brillaba con un color azul intenso, diferente a cualquier otra. Intrigada, apuntó su telescopio hacia ella y vio algo imposible: la estrella parecía palpitar, como si estuviera viva.

Marina tomó su cuaderno y dibujó la posición exacta de la estrella. Al día siguiente, buscó en todos los atlas estelares que tenía, pero no encontró ningún registro de ese objeto. Consultó foros de astronomía y envió correos a observatorios, pero nadie más parecía haberla visto. Frustrada, volvió a observar esa noche, solo para descubrir que la estrella había cambiado de posición.

Por días, Marina siguió rastreándola. La estrella parecía moverse deliberadamente, como si quisiera llevarla hacia un destino. Finalmente, una noche de luna nueva, desapareció de repente. Desconcertada, Marina bajó el telescopio y miró a simple vista. Un destello azul iluminó las montañas cercanas, como si la estrella hubiera caído en la Tierra.

Sin dudarlo, Marina tomó su bicicleta y se dirigió hacia el lugar donde había visto el destello. Pedaleó por un sendero oscuro, guiada por una extraña energía que parecía llamarla. Al llegar a un claro del bosque, encontró un objeto extraño: una esfera metálica, del tamaño de una pelota de baloncesto, que flotaba a pocos centímetros del suelo. Emitía un zumbido suave, y su superficie estaba cubierta de símbolos que parecían moverse.

Marina extendió la mano para tocarla, y al hacerlo, la esfera se abrió como una flor mecánica, revelando un cristal brillante en su interior. Antes de que pudiera reaccionar, un haz de luz salió del cristal y la envolvió. Cuando la luz se desvaneció, Marina ya no estaba en el claro.

Se encontraba en una vasta sala blanca, con paredes que parecían de energía pura. Frente a ella apareció una figura humanoide, hecha de luz, que la observaba con curiosidad.
—Bienvenida, exploradora —dijo la figura con una voz que resonaba en su mente más que en sus oídos.
—¿Dónde estoy? —preguntó Marina, temblando.
—Estás en el Nexus, el punto donde convergen todas las estrellas. Hemos seguido tu curiosidad y tu amor por el cosmos. Queremos proponerte algo.

La figura le explicó que la esfera era una especie de faro, diseñado para encontrar a seres con un vínculo especial con las estrellas. Los Nexus eran guardianes de los mapas celestes, encargados de mantener el equilibrio entre los mundos. Sin embargo, necesitaban observadores en cada planeta para vigilar los cambios en el cielo y advertirles de cualquier anomalía.

—Queremos que seas nuestra representante en la Tierra —dijo la figura—. Serás nuestros ojos, y a cambio, te daremos conocimiento más allá de lo que puedes imaginar.

Marina no podía creerlo. Pasó lo que parecieron horas preguntando sobre las estrellas, los secretos del universo y su papel como observadora. La figura le respondió pacientemente, mostrándole imágenes de galaxias, sistemas estelares y fenómenos que nunca habría imaginado. Finalmente, aceptó la propuesta, aunque sabía que su vida nunca volvería a ser la misma.

Cuando volvió al claro, la esfera había desaparecido, pero Marina no estaba sola. En su mano llevaba un pequeño cristal azul, idéntico al que había visto en la esfera. Al mirarlo, escuchó la voz de la figura:
—Este es tu vínculo con nosotros. Úsalo bien.