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El coño bueno, el coño de verdad, se cuece a fuego lento, como un estofado de abuela, como los bajos fondos de un pub donde han fumado 300 tíos antes de la prohibición. Es el coño que ha estado atrapado en vaqueros apretados, sometido a la tortura de un asiento de autobús, de oficina, de supermercado. Un coño con la huella de la jornada, el sudor de mediodía convertido en una capa salina que, cuando metes la cara, es como oler una camiseta sudada después de jugar un partido en un campo embarrado. No es perfume. Es identidad.
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