Ay, hijito… ¿ves este Valheim? Qué juego más bonito, de verdad te lo digo.

Mira que yo he pasado ya casi 200 horas por esas tierras frías y verdes, y todavía me siento como el primer día que me dejó caer la valquiria, la pobre, que casi me tira de cabeza como si fuera un saco de patatas o un bebé amarrao en el pico de una cigüeña.

Allí estaba yo, más perdida que un troll en la biblioteca, y viene Huguito —que es un cuervo muy apañao— a explicarme de qué va la vida: “hala, venga, a ser vikingo”. Y claro, una piensa que va a ser todo batallas y gloria… pero no, cariño, no. Aquí eres vikingo pero también carpintero, hortelano, leñador, y si me apuras, cuidador de jabalíes con nombres ridículos que les vas poniendo por el camino.

Y qué aventuras… ¡ay, qué aventuras! A mí me ha matado de todo: árboles mal caídos, ahogamientos por confiarme mucho, trolls con mala leche y hasta un mosquito… sí, un mosquito, que en las llanuras te viene silbando bajito y cuando te quieres dar cuenta ya estás saludando a los dioses. ¡Un disgusto me llevé!

Pero también te digo que no todo es sufrir. Hay días que me quedo en mi casita de madera, tan orgullosa yo, viendo crecer las zanahorias y los lobitos, mientras mis amigos se van a buscar problemas y vuelven hechos un cuadro. Yo, mientras tanto, con mi sopita y mi chimenea, tan tranquila.

Valheim es eso, hijito. Es aventura, sí, pero también es hogar. Es reírte, cabrearte, hacer el ridículo, construir cosas horribles y luego cosas preciosas. Es compartir historias, llorar a carcajadas y tener siempre una historia más que contar junto al fuego.

Y por cada euro que vale, te da recuerdos para toda la vida.

Anda, ve y juégalo. Pero ten cuidado con los árboles… que los carga el diablo.